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domingo, 9 de junio de 2019

Retazo de sotobosque




Efervescencia sonora en el sotobosque, debido a la multitud de voces entre la maraña vegetal, es la palabra que mejor definiría todo este entorno natural. Los prismáticos giran como locos en busca de todo ser viviente moviéndose entre la espesura del entrelazado ramaje, inmerso además, en la eterna penumbra foliar.
La vida se abre camino, en éste caso, representada por el joven y rodado volador todavía vigilado de cerca por sus progenitores. El joven verdecillo Serinus serinus, atisba atentamente todo lo que le rodea, incluso mi persona. Pasa a su archivo mental mi forma, para adecuarme en su memoria a la hora de atribuirme cierta peligrosidad o no en posteriores encuentros. El pequeño lo mira todo, los padres se inquietan ante la curiosidad imperecedera del inexperto paseriforme. 





Un asustado autillo Otus scops, ahuyenta de carambola a nuestro verdecillo. Seguramente, era la mejor opción para arrancar al pequeño canario silvestre de una zona tan expuesta. La familia prosigue con su prospección matinal.

La diminuta rapaz nocturna ha salido de alguna oquedad de la terrera y, casualmente, lo ha hecho debido al paso asilvestrado de un motorista de cross. Buena leña al acelerador que el campo es suyo. Que la turbulencia de polvo nuble todo el mundo que deja atrás, sin darle importancia. Vivir cómo el presente, a golpe de acelerador, se arrima a mayor velocidad delante de la visera de su casco para sortear o atropellar. Ruido, además, ascendente, como si la escala de agudos fuera a terminar en una explosión nuclear. Con qué satisfacción nos va perdiendo y apartando a los demás mortales de su camino, quienes compartimos el polvo levantado por las ruedas de su cabalgadura.





Creo que el autillo habrá notado la vibración bestial de la moto rodando por el cercano camino que transcurre sobre su posible nido. Su mirada incendiada alcanza mi ubicación, haciéndome responsable de semejante temeridad. No, no he sido yo pequeño. A mí me gusta el silencio tanto como a ti. Pero no a todos, claro.



Cuando el autillo se funde en la oscuridad del entramado ramaje de árboles y arbustos, me ausento del lugar para observar el punto donde abandonó su oquedad de descanso o de cría. Una vez frente a ella, veo que se trata de una galería abandonada de abejaruco Merops apiaster. Hay varias dispersas de una pequeña colonia que anidó anteriormente. A nuestro pequeño búho estival llegado de África, mas inclinado por los nidos en huecos naturales de árboles o practicados por pícidos, le interesan además de otras, las oquedades de los abejarucos, mas ajustadas para evitar molestas visitas exteriores.




Oquedad practicada por abejaruco y probable morada del autillo.


Ejemplar de abejaruco Merops apiaster en las cercanías del sotobosque.


Otra galería de abejaruco, solitaria, de pequeños grupos de cría.

Terreras del Ebro
8 de Junio de 2019


lunes, 13 de febrero de 2017

El jilguero de mi balcón


Cuando la peor versión de la ley de la selva imperaba en el asfalto, no faltaban vendedores de pajarillos a las puertas de los supermercados. Recién traídos del campo a su jaula. Eran tiempos, los años 80, bastante desabrochados de normas cívicas medioambientales donde todo valía para ganarse unos duros. Evidentemente nada de sensiblería y cada pájaro a 100 pesetas de las de antes.
Con el trasiego de la gente transitando por la acera y entrando y saliendo del comercio, los pájaros de la jaula no dejaban de revolotear sufriendo golpes continuos contra los barrotes. Había bastantes pajarillos que no superaban el enjaulamiento por razones obvias; la principal, el hacinamiento. Por ello, algunos no podían comer lo suficiente.  Las bajas pasaban al interior de una bolsa de plástico. Sellándose así, la historia de un canto y el desvanecimiento de unos vivos colores.   
   
Verderón  Carduelis chloris (macho)

Pinzón común Fringilla coelebs (macho)

No me resistía a curiosear las jaulas para verlos de cerca e investigar las distintas especies que tenían la desgracia de incrementar el salario del miserable vendedor. Y, probaba suerte con los ejemplares arrinconados de redondeada silueta y oculta su cabeza entre el plumaje, para regatear a la baja insistiendo en el corto espacio de beneficio que le dejaba cada minuto transcurrido el ave sin vender.
De aquellos pájaros con el plumaje ahuecado por la agonía, podía arañarle 50 pesetas. Pero no siempre triunfaba la posibilidad de que sobreviviera, ni siquiera con los mejores cuidados.

Lúgano  Carduelis spinus (macho)

Lúgano Carduelis spinus (hembra)

La idea se fue formando a medida que miraba los desafortunados pájaros moribundos. Por el contrario, la economía nada boyante, sugería una gestión de lo más negociada. Pero, a los vendedores no era fácil llevarlos al terreno de las ofertas.
A pesar de todo, opté por la construcción de una jaula de grandes dimensiones para aposentar los elegidos en la galería de casa. Una jaula que tuviera ramas y una buena zona de vuelo para que los pájaros se ejercitaran; agua con distintas profundidades para su baño, tierra y piedras.
Al coste de los pájaros había que añadir medicamentos y comida, elementos nada baratos. Así pasaron pinzones Fringilla coelebs, verderones Carduelis chloris, verdecillos Serinus serinus, jilgueros Carduelis carduelis, lúganos Carduelis spinus y pardillos Carduelis canabina. Tuve dos invitados de excepción: un acentor común Prunella modularis y una hembra de pinzón real Fringilla montifringilla de los que no logré rebajar su precio y que adquirí por curiosidad. Pasados unos días viendo su buen estado, los solté al punto de la mañana. Sobre todo, mucho antes a la hembra de pinzón real por ser tan irascible con el resto de pájaros. No soportaba que ningún otro ejemplar se posara junto a ella, propinándoles severos picotazos.
 
Pardillo Carduelis canabina (macho y hembra)

Verdecillo  Serinus serinus (macho)

La rentabilidad de las adquisiciones venía mediante una profunda dedicación a ellos, mirándolos a través del cristal de la puerta para ver los resultados. Desde allí observaba detenidamente la acción de todos los pajarillos. Disfrutaba al verlos comer, como rebuscaban entre la tierra alpiste y como volaban de un lado a otro. También era entretenido verlos hacer fila para acceder al mejor puesto en la piedra dentro del agua. Esos días sí que había algarabía. Era como si el primero en bañarse incitara al resto que lo seguía como un acto reflejo. Sé que nada tiene que ver una jaula con la libertad, pero, los pájaros comenzaban a cantar una vez estaban bien comidos y bien aseados. Y ése era mi pasatiempo, verlos recuperarse disfrutando de su presencia imaginándolos en estado salvaje.
El bullicio de los fringílidos y las semillas que caían fuera de la jaula atraía a los gorriones. Por ello, añadí un recipiente con alpiste y agua.


Jilguero Carduelis carduelis 

Entonces apareció el protagonista de la historia; un solitario jilguero que los acompañó durante los tres meses siguientes. Era jocosa la situación cuando el jilguero parecía querer entrar en la jaula, al contrario que sus congéneres pensando en abandonarla. Aparecía posándose en la barandilla, y con cautela descendía hasta el alimento. Muchas veces coincidíamos uno frente al otro cuando reponía el recipiente de comida. Se marchaba y tardaba en regresar. Pasaron días hasta que el fringílido colorín se afianzó conmigo, y en vez de huir cuando reponía el alpiste, esperaba impaciente en el extremo de la barandilla y después bajaba. Me gustaba verlo llegar, cerniéndose indeciso y posándose seguidamente en su punto habitual, menos temeroso. Acompañaba a sus congéneres durante varios minutos rondando la jaula y después desaparecía, pienso que bien servido. 
Llegó la primavera y la cardelina dejó de venir (por supuesto que pudo ocurrir cualquier cosa, pero, prefiero pensar que se emparejó para criar). Faltaría más.

Cuando no hubo más pájaros para mercadear al regularse su captura y prohibirse su venta, los últimos de la jaula tenían los días de cautiverio contados. Se terminaba por fin, a pesar del fuerte rechazo (salvo exclusivos permisos), con la tradición y costumbre de cazar pájaros cantores de manera descontrolada. Era el principio del punto y final de unos hábitos deleznables que atentaban contra el patrimonio natural de todos.

Unos días después de abandonarnos el solitario jilguero, miré por última vez a los inquilinos de la jaula; estaban todos perfectamente trajeados. Abrí la puerta metálica del jaulón y comenzaron a salir. El bloque de mi casa estaba rodeado de huertos al ser un barrio periférico, y como no podía ser de otro modo, los vi alejarse acogidos por la primavera temprana de aquel año.

Verderón Carduelis chloris (hembra) durante una sesión de baño.



El jilguero visitó el balcón desde el 11 de diciembre de 1980 al 30 de marzo de 1981. 
Fue un enorme placer tenerlo como un distinguido huésped.